jueves, 9 de octubre de 2008

Kazuo Ishiguro y la novela




(tomado del ensayo "Ishiguro, el otro rostro de la novela", incluido en El síndrome de Falcón)


En Los inconsolables Ishiguro apostó por esa condición de inclasificable, lo que significó, si no un fracaso editorial, una marcha para atrás en la repercusión mediática de su obra. En cualquier caso, no se han repetido los éxitos anteriores de reedición y traducción de novelas como Un artista del mundo flotante, o Los restos del día. Que la capacidad de riesgo artística y el talento innovador, cuando es real, no siempre tienen una acogida inmediata se repite en el caso Ishiguro como en tantos otros de la historia del arte. Lo que sí sorprende, por ubicarse al margen de los usos actuales, es que el propio autor haya decidido, a una edad relativamente temprana, cuarenta y un años, ir conscientemente en contra de su propio éxito, y que parte de la lógica de su desarrollo artístico implique una refutación de su sistema anterior y un rechazo tajante, no a los lectores ganados previamente sino a la lectura viciada e incompleta que los ha hecho posibles. El Escritor contra su Éxito es una variante no de la honestidad, sino de una defensa extrema del trabajo ante una lectura viciada. Esta actitud de renuncia y ataque es más llamativa cuando comprobamos que el mismo autor ha decidido recuperar el camino perdido y ha vuelto, por decirlo así, a la normalidad con su novela, Cuando fuimos huérfanos, publicada en el año 2000. Pero ya es imposible volver. Su sistema literario ha sido inoculado por la ruptura: la definición tan enfática de los referentes de Cuando fuimos huérfanos—Londres, Shangai, 1930— se desdibujan gradualmente frente a la extrañeza de las situaciones que debe afrontar su narrador «detective», Christopher Banks. En ese paréntesis abierto con Los inconsolables hay una fisura, un signo de destrucción en el que quisiera detenerme para hacer algunas consideraciones.
El siglo veinte ratificó que la novela siempre debe cumplir una destrucción positiva para renovarse. También demostró que su arte no es un movimiento en sentido único e irrepetible, y que en el fondo lo que la novela ha hecho es reciclar materiales y recursos limitados en un mecanismo combinatorio. No coincido del todo con lo que ha dicho Jonathan Franzen de que la autoridad de la novela en el XIX y principios del XX era un “accidente de la historia” por el hecho de que no tenía competidores. Su observación es sugerente pero inexacta. Los competidores eran otros y ahora no son visibles porque las novelas que han sobrevivido supieron superarlos, o incluso algo más inquietante: los competidores vencieron y la novela sobreviviente es la que supo adaptarse a los vencedores (tomemos como ejemplo el dominio del cine narrativo convencional que adapta con éxito novelas realistas del XIX y XX, como lo hace James Ivory). Hay, sin embargo, una línea novelística que opta por socavar, desde adentro y sin exhibicionismo, los presupuestos del código previamente aceptado, poniendo un pie en la representación tradicional para, desde allí, deslizarse hacia una representación del espacio que se dilata y contrae, relativizándolo. Su interés no consiste en masificar el asombro ante el sabotaje, sino en volatilizar materiales nobles en un área restringida, pero para volver a utilizarlos en una construcción nueva y con otro sentido de habitación. Las posibilidades de aceptación de un código disolvente en una cultura cada vez más codificada lo ubicará necesariamente en un territorio restringido, en una minoría. La única manera de evitar esa restricción sería la de utilizar los códigos ya aceptados, aprovechando el canal de entrada de las convenciones, una subversión desde adentro, desde un territorio aparentemente reconocible, desde una máscara. Una máscara que, llegado su momento, deberá estallar en pedazos.

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