martes, 26 de agosto de 2008

Reflexiones narrativas de José de la Cuadra




(tomado del ensayo "Hay un escritor escondido en la acuarela" sobre el escritor ecuatoriano José de la Cuadra, incluido en El síndrome de Falcón)


"Vladimir Nabokov, describía el proceso por el que viajan
los perturbadores diamantes de las historias:
«Recuerda que cuanto te dicen
llega a través de tres metamorfosis:
construido por el narrador,
reconstruido por el oyente,
oculto a ambos por el protagonista, ya muerto, del relato.»
Lo sugerente de la observación de Nabokov, que consta
en su novela La verdadera vida de Sebastian Knight, son
los verbos que asocia con las Tres Etapas del proceso narrativo.
El protagonista oculta, el oyente reconstruye y el
narrador construye. Con esto se pide tener presente que el
mundo incluido en la ficción no es la realidad, sino que es
otra realidad. Y se lo pide no para perder esa fe simple y
ciega en la literatura, llamada verosimilitud, sino para ganar
en el placer laico de descubrir las sutilezas de la ficción.
La realidad en la que se origina una historia siempre
está oculta en el sentido de que nunca se la conocerá ni
exacta ni completa. Si una historia llega a nuestros oídos
es porque ya ha sido modificada.
(...)
José de la Cuadra (1903-1941) quiere escapar
del papel de oyente talentoso, pero ya que no lo puede del
todo deja botellas de náufrago y guiños a lo largo de sus
cuentos. En “La caracola” da cuenta de su frustración como
narrador oral, cuando percibe que sus oyentes no entienden
la historia de amor que les ha contado. «Narrador
incomprendido —dice en “La caracola”—, la escribo ahora
para el lector».
Este recurso es un doble juego. Al confesar su problema,
gana en verosimilitud. No sólo que la historia es real,
sino que además es real porque el narrador tuvo ciertos
problemas. De manera que el cuento aborda dos temas: la
historia de amor con la caracola y la historia del narrador
frustrado. En este punto José de la Cuadra destaca con su
brillo particular. Hace de sus relatos no sólo el retrato del
litoral costeño sino una exposición de la metamorfosis
inevitable que experimenta la realidad en manos de la literatura.
Y precisamente cuando da ese salto, como en el
cuento “Guasintón” —cuento homónimo del que quizás
sea su libro más representativo bajo este enfoque— o en la
primera parte de su novela breve, Los Sangurimas, lo reco-
nocemos porque expone una conciencia muy precisa de
que está recorriendo el camino del creador de ficciones:
prescindir de todo tipo de alarde superfluo, de todo documento
o prueba tras el cual escudarse, que no sea la cohesión
de una voz debidamente construida. Así, en “Guasintón”
el lenguaje es de una limpieza extrema. No recrea los
coloquialismos de sus testigos más allá de lo estrictamente
necesario, hasta casi prescindir de ellos, y la dimensión
que da a lo que narra alcanza el esplendor vivo, atemporal,
de unas palabras precisas que parecen escritas hace
sólo cinco minutos sobre un legendario lagarto que podría
ser cualquier monstruo de la literatura universal: «En las
orillas su fama era casi mítica. Había para él una suerte de
veneración, muy parecida a la religiosa. Comenzó todo
por hacer asustar a los niños con su nombre terrible, y luego
el miedo se contagió a los mayores. Como suele ocurrir,
de ese miedo se engendró una superstición, y de ésta
algo como un culto.» Aquí ya no habla el montuvio, tampoco
el oyente que señala groseramente con el dedo hacia
un lugar del monte, sino un narrador que sabe que en la
tres etapas del mito —primero miedo, luego superstición
y finalmente culto—, lo que también está ocurriendo es
una metamorfosis narrativa: el miedo se oculta, la superstición
se reconstruye y el culto se construye.
(...)

Lo que sigue aportando
José de la Cuadra en la mayoría de sus cuentos es el
destello de lucidez sobre el arte de la narración. Hay cuentos
más o menos logrados, cuentos que son lo mejor de
cualquier literatura naciente y otros que agradan como
primorosas acuarelas de un tiempo y un lugar de Ecua-
dor. Ningún joven escritor aprendería a escribir imitando
estos cuentos, pero sí tendrá en ellos la oportunidad para
observar cómo funcionan el traslado y la metamorfosis de
una materia que parte del barro para convertirse en una
limpia escultura de lenguaje.
José de la Cuadra tenía este conocimiento tanto como
el Nabokov que habla de las Tres Etapas y del oculto e
inalcanzable protagonista del relato. En Los Sangurimas se
dice: «Todas estas narraciones no son sino variantes de
una sola, con alguna base cierta, cuya exacta ubicación de
origen no se encontrará ya más». Los Sangurimas se publicó
en 1934, seis años antes de La verdadera vida de Sebastian
Knight
. Esto no es plagio ni influencia, sino la feliz, coincidente,
perspicaz reflexión de dos escritores interesados no
sólo en qué contar sino en cómo contarlo. El desterrado
ruso en Cambridge y Berlín nunca se cruzó con el abogado
guayaquileño que meditaba cuentos al vaivén de una
hamaca.