lunes, 23 de febrero de 2009

El libro que un peruano debió haber escrito


(El siguiente artículo salió publicado el 12 de noviembre en la revista peruana Porta 9. Disección literaria, escrito por el novelista peruano Carlos Calderón Fajardo. Complemento al final sus observaciones con unos comentarios míos. L.V.)



EL SÍNDROME FALCÓN: EL LIBRO QUE UN PERUANO DEBIÓ HABER ESCRITO

por Carlos Calderón Fajardo

Desde siempre ha existido en los países andinos una narrativa no realista sumergida. Siendo los realistas-sociales preponderantes, sin embargo, un conjunto de narradores escribían casi secretamente novelas y cuentos preocupados más por la forma que por el contenido, más atraídos por obsesiones individuales que por fantasmas colectivos. Abocados a contar historias poco relacionados con la realidad nacional, incluso creaban mundos puramente imaginarios o novelas cuyas acciones transcurrían en países lejanos; sin énfasis en los grandes problemas nacionales, en prosa más artística que inspirada en la jerga peruana, y descartando toda preocupación social. Ahora podemos constatar que era una tradición, una alternativa, en nuestra narrativa desde que casi sus inicios, siempre presente, minoritaria, casi clandestina. El realismo-social, con el magisterio de Mariátegui (y la ayuda teórica de Sartre), impuso el realismo-social comprometido (engagé), a tal punto que nuestros principales narradores, y la crítica, consideraban la narrativa no realista como productos de tono menor y de poco interés. Sin embargo, un día las cosas empezaron a cambiar. El realismo-social se hizo anacrónico y estallaron las mil flores. La tradición narrativa dio paso a manifestaciones diversas, el mismo realismo-social decimonónico evolucionó a formas neo-realistas tanto en su expresión andina como criolla, en especial alrededor del tema de la guerra interna. En ese momento, a mediados de los 90, un ensayo, un libro sustentando esa nueva narrativa de ruptura, no realista en el Perú, debió haber sido publicado. Eso no ocurrió. Recién tenemos esa obra indispensable, más vale tarde que nunca, pero no publicada por un peruano sino por un escritor ecuatoriano: Leonardo Valencia y su libro de ensayos El síndrome Falcón (Quito, Editorial Paradiso, agosto del 2008). Este libro es interesante para la literatura peruana por varias razones. Porque Leonardo Valencia vivió en Lima entre 1993 y 1998 y este libro se gestó, se escribió en parte en esos años, cruciales para Valencia en los que compartió con sus coetáneos peruanos amistad, ideas, posiciones estéticas. Nos estamos refiriendo a un grupo de escritores afincados en Lima que se atrevían a desafiar el canon realista-social. Estos narradores peruanos, que ahora frisan los 40 años (y que han alcanzado ya su madurez narrativa y vienen figurando a nivel internacional) eran hace quince años jóvenes escritores inéditos. Cualquiera de ellos suscribiría sentencias que aparecen en el prólogo de este libro de ensayos de Valencia: frases tales como: “Lo que importa a un escritor es su familia de afinidades y no una cuestión de sangre o de territorio porque no siempre coinciden”. O esta otra: “La mayor gratificación de la escritura es descubrir nuestro mundo imaginario”. O esta bellísima: “La palabra es sólo carnada para pescar algo que no es la palabra”. Y la frase con la que cierra el prólogo de El síndrome Falcón: “La literatura abre bailes que son puertas por las que se liberan sueños e imágenes. A estos no siempre los podemos controlar o manipular… esa fuga de una racionalidad estrecha y de un propósito convierten al arte de la ficción en una aventura”. Esta no es una reseña. Toda reseña es una simplificación. Los ensayos reunidos en El síndrome Falcón son de una riqueza tal que sólo me voy a referir someramente a algunos. El libro de Valencia está divido en tres partes. Una primera con ensayos sobre escritores que Valencia considera importantes en su formación y su poética. Una segunda parte sobre la literatura ecuatoriana, para terminar con un tercer bloque acerca de la escritura. El libro es sólido y compacto, y todos los ensayos convergen a la defensa de una poética. El libro también es importante para el lector peruano porque al reflexionar sobre sus autores preferidos, Valencia escribe sendos ensayos sobre escritores peruanos: Vargas Llosa, Ribeyro, Westphalen (otros ensayos son sobre algunos escritores que nos son entrañables: Borges, Cortázar, Buzzati, Lampedusa, Ishiguro, Aira, Vila-Matas, etc.) Cada ensayo es una piedra angular en un edificio en el que Valencia relee reconociendo ancestros y cimentando su posición literaria. El espacio es corto para comentar los ensayos de Valencia (algunos más logrados que otros). Nos referiremos a algunas ideas que Valencia formula sobre narradores peruanos que él considera importantes en su formación: Vargas Llosa y Ribeyro. El ensayo en el que se ocupa de MVLL es sobre su obra crítica, entonces Valencia reflexiona sobre el Vargas Llosa teórico literario. En cambio el ensayo sobre Ribeyro es sobre el lado humano del escritor. Del ensayo sobre Vargas Llosa sólo voy a mencionar una idea a través de la cual el Vargas Llosa realista es incorporado como aporte a una poética no realista. Dice Valencia que Vargas Llosa finalmente habría echado al trasto los demonios nacionales y los demonios personales (recordemos los demonios en las ideas de VLL) al afirmar que “El más importante de los demonios para un narrador es el de la forma por encima de los temas, elegidos o no”. En cuanto al ensayo sobre Ribeyro, que es menos interesante que el escrito sobre VLL, y esto porque Valencia se refiere al Ribeyro como ser humano y sin haberlo conocido personalmente en profundidad. Y como no lo conoció a fondo lo busca en sus Diarios. Para quienes conocieron a Ribeyro de cerca saben que él era uno en público y otro diferente entre sus amigos íntimos, frente a los cuales mostraba su verdadero rostro. De otro lado, personalmente pienso que los Diarios de Ribeyro son una novela, en la que el personaje es Ribeyro interactuando con una galería de otros personajes. Valencia cita una frase de Ribeyro que sí pinta a Julio Ramón de cuerpo entero. Dice JRR sobre sí mismo: “Escritor discreto, tímido, laborioso, honesto, ejemplar, marginal, intimista, pulcro, lúcido, he allí algunas calificaciones que me ha dado la crítica. Nadie me ha llamado nunca un gran escritor. Porque seguramente no soy un gran escritor”. Para Valencia, en la obra Ribeyro hay un mensaje oculto y se pregunta: ¿Cuál es este mensaje oculto? Estoy de acuerdo, nadie ha dado todavía con el mensaje oculto dentro de la obra de Ribeyro, más bien lo han rodeado de clichés sobre sus persona la mayoría equivocados. ¿Pero qué es el “Síndrome Falcón”? Es el título del ensayo medular del libro de Leonardo Valencia. Y muy interesante si los trasladamos al Perú. En este ensayo se menciona al crítico ecuatoriano Joaquín Gallegos Lara, el pontífice que sentenciaba quién valía y quién no en la literatura ecuatoriana. Descalificó a Pablo Palacio (ahora el escritor más importante del Ecuador) porque su obra se alejaba de los propósitos literarios del socialismo: utilizar la literatura como instrumento de denuncia. Joaquín Gallego estableció una regla para todo el que escribiera narrativa en Ecuador: cualquier trasgresión a esta regla no escrita fue vista como “una desviación alucinada, un desvío burgués, o una pretensión cosmopolita”. En palabras de LV, el escritor ecuatoriano debía sentirse obligado a elaborar retratos de su país (la novela como postal) con una finalidad reivindicativa, simplificando instrumentalmente su obra. ¿Pero quién es Falcón? Falcón Sandoval fue el hombre que durante años, y a falta de sillas de ruedas, cargó a Gallegos Lara. En una película sobre este personaje, sobre Falcón, cuando le preguntan por qué carga a Gallegos y no a otro, Falcón responde: “Porque cargándolo uno se siente importante”. El “síndrome Falcón” fue sufrido por la mayoría de narradores ecuatorianos y según Valencia este síndrome representó una traba para el desarrollo de la narrativa ecuatoriana y para su incorporación a la narrativa moderna. Por supuesto que suscribo muchas de las ideas de Leonardo Valencia, pero me voy a permitir algunas observaciones, o interrogantes que su libro me suscita: En primer lugar, me pregunto si pasar de una literatura realista a una no realista significa el desarrollo de una narrativa (¿existe la idea de progreso en la novela o el cuento?) Un enriquecimiento por supuesto que sí, ¿pero “desarrollo”? No sé si el caso ecuatoriano es similar al peruano, pero en la narrativa peruana el paso de una narrativa realista a una no realista, si bien ha significado un enriquecimiento muy significativo y saludable y necesario, esto no quiere decir que nuestra narrativa haya mejorado cualitativamente. Me parece que Vargas Llosa, Arguedas, Ribeyro, y más recientemente Alfredo Bryce, Edgardo Rivera Martínez, y Miguel Gutiérrez, por mencionar a algunos, no tienen un escritor no realista a su altura. En segundo lugar, el “síndrome Falcón” sería válido para el Perú si es que nuestros escritores realistas hubiesen sido realistas monolíticos, marxistas, o “sociales”. La mayoría de narradores relistas peruanos incursionaron al mismo tiempo en obras no realistas, cuentos fantásticos, hasta literatura de ciencia ficción. Pero la más importante objeción a la propuesta de Leonardo Valencia reside en que muchos escribimos en el Perú, desde el principio, vacunados contra ese síndrome. Aquí no hubo un Joaquín Gallegos pero si muchos “Falcones”. Y los hay hasta ahora en el periodismo y en el crítica académica. Antes fueron coletazos; yo mismo fui víctima de esos coletazos, pero yo y varios más nunca nos dejamos avasallar. Durante 30 años fuimos silenciados pero no acallados. Por encima de muchas presiones hicimos prevalecer nuestra libertad de elegir la forma de escribir que más se ajustaba a nuestra personalidad y a nuestros particulares fantasmas. Desde los 90 para adelante ya no son coletazos, son manotazos de ahogado. Y cuando hemos escrito obras realistas, como es mi caso, no lo hemos hecho para agradar a ningún crítico. Los mismos escritores realistas peruanos escribieron de esa forma porque así les nacía escribir, o porque pensaban que escribiendo así era la mejor manera de expresar lo que sentían. Vivieron su época con honestidad, como ahora muchos jóvenes, nuevos narradores viven la suya. Leonardo Valencia (1969) es autor de varios libros que lo colocan entre los escritores más interesantes en América Latina, con sus novelas El desterrado (2001) y El libro flotante de Caytan Dölphin (2006) y su volumen de cuentos La luna nómada (2004). Este escritor amigo del Perú, que vivió entre nosotros años decisivos en su formación y que tiene muchos amigos peruanos, nos acaba de ofrecer con El síndrome Falcón un libro muy rico de reflexión, provocador y que estimula el debate al interior de países con realidades muy similares, como son Ecuador y Perú. Todo lo que se escribe y se piensa en Ecuador nos implica y nos compete, y viceversa.

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Comentario al texto:


Conocí a Calderón Fajardo cuando viví en Perú. Apenas lo vi en un par de reuniones. Su artículo es el primero que discute mi libro de ensayos con observaciones pertinentes. Cómo sé de la disposición de Calderón Fajardo para el diálogo, tomo algunas de sus observaciones en el sentido que él le da a la asociación de mi reflexión vinculándola al Perú. Y quiero seguir la forma de una carta para acentuar la idea de diálogo:

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Querido Carlos:

Gracias por tus observaciones y reparos. De eso se trata. De plantear una conversación donde nadie se atribuye la razón, sino buscar la forma de hacerla bailar. He tardado en responder, estamos en febrero de 2009 y tu texto salió en noviembre del 2008. Mea culpa, lo sé. Sólo que cada vez me siento tan a gusto de ir sin prisa en la escritura. Cuando desaceleras el ritmo, todo lo que pasa al lado resulta evidentemente fugaz, y si no lo es, marcha contigo y conversa. Yo quiero detenerme, cada vez quiero detenerme más, quizá fijar algo, una coma, un espacio en blanco, acaso conversar contigo lo que no pudimos conversar en Perú.

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La experiencia de haber vivido en Perú a mediados de los noventa me permitió ver “casi” el mismo laboratorio literario de Ecuador, pero desde otra perspectiva. Las tensiones eran parecidas, no así las tradiciones. El talento de un realista como Vargas Llosa sentaba cátedra en una tradición, la peruana, que también pasó por las presiones ideológicas sobre la literatura. No olvidemos que la obra de Mariátegui siguió resonando en toda Sudamérica, y también en Ecuador. Pero algo se quebró en el Perú con esa fuerte individualidad y talento de sus narradores realistas, y aquí pienso en Arguedas, en Ribeyro, en Vargas Llosa e incluso en Bryce Echenique. El registro realista aquí se expresa en diferentes vertientes, incluso con un sesgo mágico en el sentido poético que tiene Arguedas en Los ríos profundos, o el sentido dramático y desdoblado de El zorro de arriba y el zorro de abajo.
Todo esto ocurrió durante las décadas del 60 y 70 en Perú. En Ecuador no ocurría. Se había intentado. Los escritores ecuatorianos seguían sometiéndose a las presiones ideológicas. Sus obras, incluso por encima del discurso de sus autores, como en Entre Marx y una mujer desnuda, de Jorge Enrique Adoumn, eran reflejos de esa presión interna, a veces esas obras eran desastres y otras veces despropósitos, por no hablar de la literal destrucción de la fuerza de un talento como el del ahora olvidado Humberto Salvador, y digo olvidado por la serie de novelas que escribió luego de sus primeros libros iniciales de vanguardia –los que han sobrevivido– y a los que abandonó por ese síndrome del que hablo. Queda todavía por hacer una revisión de ese y de muchos otros casos de autores ecuatorianos que apenas si se conocen precisamente porque escaparon de esa tradición realista, como el de la gran novela de Lupe Rumazo, Carta larga sin final, o las dos últimas novelas, bellamente fracasadas pero fulgurantes, de Pareja Diezcanseco, Las pequeñas estaturas y La manticora, entre otros autores.

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No creo, sin embargo, haber declarado o pedido que dejar atrás una literatura realista sea garantía de “desarrollo”, evolución o calidad. El realismo que critico es una vertiente llana del naturalismo que no sobrepasa sus preocupaciones por el tema o el retrato a las exigencias de la forma, la composición e incluso la prosodia. La novela realista puede incluir los dos ámbitos y dar estupendos resultados: allí tenemos las mejores novelas de Vargas Llosa. Mi preferida siempre será Conversación en La Catedral, pero ocurre que vuelvo a una que no por ser menor es menos sintomática de la ironía aplicada al realismo: La tía Julia y el escribidor.

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En El síndrome de Falcón hay una distancia del realismo con una crítica del realismo pero no un rechazo del realismo cuando este reconoce sus límites y no pretende absorberlo todo. Hablo de su peso ideológico y utilitario como forma de autocensura creativa, y del riesgo mundial, valga la paradoja, de los nacionalismos literarios, y de su gran delta de brazos derivados. Coincido en que no hay "desarrollo" en términos literarios, lo que quizás se pueda dar es una vuelta a la misma tuerca. No otra cosa es lo que ha pasado, por ejemplo, con la propuesta de Mario Bellatin en Perú (para mí sigue siendo un autor peruano, en el sentido más abierto y desprejuiciado del término, opuesto a aquel sobre el que ironiza la distanciación de Bellatin). Me resulta interesante que ahora precisamente Vargas Llosa quiera vincular su noción de realismo al “realismo” de Onetti, que tiene mucho de delirio y desdoblamiento sobre el discurso literario, en esa vía que nos viene desde el Siglo de Oro español y que resuena en Borges y, por qué no decirlo, en César Aira. Pero Vargas Llosa no puede apropiarse impunemente de Onetti por la vía de una noción de realismo abierto, y descuidar, por ejemplo, su sentido de la sintaxis narrativa nada “real” del uruguayo. En esa apropiación absoluta que pretende Vargas Llosa con el realismo me distancio de él. La misma operación se quiso dar en Ecuador con el caso de Pablo Palacio y su recuperación. La expresión “realismo abierto” me parece una trampa propia de las taxonomías, siempre incompletas: abre un forado tardío y ansioso en una casa que ya le ha cerrado las puertas.

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Cuando se elogia a la crónica y al periodismo latinoamericano, me alegro por los talentos que revelan esas obras, géneros en sí mismo, pero me apena cuando los escritores de ficción se arriman dócilmente a ese discurso, o acomodan sus obras a esos parámetros, como si tuvieran miedo a la ficción o se sintieran menos o desautorizados por olvidarse de la “realidad”. La realidad o el compromiso no valen como medallitas en el cuerpo de la novela; la hacen sentir importante, y a veces hasta sirve para abrir el apetito a un jurado escéptico o aburrido, o a lectores apoltronados en sus cargos de conciencia. Con realidad o no, la novela fracasa si no piensa, sobre todo, en sí misma.

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Quizá en el fondo de toda esta cuestión de la literatura frente a la realidad de un país nos encontremos con una tensión entre ética y moral: el peso de esperar que una moral patriótica o identitaria se sobreponga a la ética literaria de un escritor, que finamente es un individuo, que finalmente hace sólo una obra, que finalmente no es hijo estricto de un solo país y de una sola cultura, y que, por lo tanto, no es pertinente reconducir su obra a un solo territorio porque pudo haber elegido o incorporado otros más.

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A mí me interesaba apuntar algunos matices y problemas de una noción de realismo que todavía se considera un valor non plus ultra. Esto incomoda, y en América Latina mucho más, pero está bien que incomode para que al menos la lectura de una novela se vuelva menos complaciente. No sé si lo he logrado con El síndrome de Falcón, pero en cualquier caso es un libro donde no sólo se discute sobre eso sino sobre una serie de autores que para mí son muestras y logros que superan una dicotomía de blanco y negro, realistas y fantásticos, costeños y andinos y que me estimulan siempre: Kazuo Ishiguro, Dino Buzzati, Aira, Adonis (el caso de Adonis frente a la tradición coránica es un ejemplo de libertad), Vila-Matas, la incertidumbre de Ribeyro frente a la novela, la "imposible novela" que decía él, entre otros autores. Y sí, Carlos, creo que tienes razón, fallé en acercarme al Ribeyro real por sus diarios -nunca fui amigo suyo, apenas pude hacerle una entrevista-, pero quizás era necesario que yo falle para que se perciba que su diario, La tentación del fracaso, es una gran invención literaria por encima del documento que se espera de una visión realista sobre un "diario".

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Ahora que lo pienso, fue precisamente la obra de Ribeyro la que me hizo dudar de la novela, de la forma novela en código realista como un absoluto. Llegué a Perú con lecturas muy presentes de Vargas Llosa y me fui de Perú con lecturas inquietantes de Ribeyro. Por no mencionar los desdoblamientos irónicos de los poetas peruanos frente a la “realidad” de su país. Ahora mismo creo que Ribeyro da el paso entre un realismo llano a una forma que hace vibrar las fronteras del realismo. Y para eso tuvo que abandonar la novela, o una idea de novela. Le quedaron fragmentos. Ese brillo tenue ilumina más de lo que sospechaba.

Gracias por tu crítica.


Leonardo Valencia